Mi Auténtica Dama Azul

La verdadera historia de «La dama azul»

«…Treinta y ocho años después (1631), la Santa Inquisición detendría a la monja María Jesús de Ágreda, quien afirmaba haber hecho más de quinientos viajes al Nuevo Mundo para evangelizar a los paganos. Que se supiese, la monja jamás abandonó el convento en –al menos– los once años anteriores. Sin embargo, cuando unos misioneros llegaron hasta los indios jumanos de Nuevo México para cristianizarles, éstos ya conocían la fe católica. A Alonzo de Benavides, su misionero, le confesaron que había sido una monja que coincidía con la descripción de sor Ágreda la que les había evangelizado…»

14 de abril de 1991

Nunca pensé que el Destino –ése sobre el que Sófocles escribió que «guía a quien de grado le sigue»– me obligaría algún día a rectificar así mis errores. Y las líneas anteriores, redactadas presurosamente e incluidas al final de un reportaje que publiqué en febrero de 1991 en la revista Año Cero, los contienen… y de bulto. Me explico. Cuando a finales de 1990 tropecé con los primeros datos sobre la sorprendente monja española sor María Jesús de Ágreda, éstos procedían de una revista popular mexicana que omitía los más elementales datos históricos sobre esta peculiar mujer del siglo XVII. No daba cuenta, por poner un ejemplo, del lugar de origen de aquella religiosa cristiana a la que se le atribuían quinientos viajes a América utilizando el extraño «don» de la bilocación. Tampoco contenía una referencia precisa del convento donde residió ni, en consecuencia, cualquier «pista» que facilitara su posterior ubicación.

Pese a todo, y contrariamente al sentido crítico que suele presidir mis trabajos, me dejé arrastrar por aquel indocumentado texto. Extraje de él los pocos datos que parecían verosímiles y los incluí en aquel reportaje en el que desmenuzaba mis investigaciones «de campo» en el resbaladizo terreno de los casos de teleportaciones. Es decir, incidentes vividos por personas que aseguran haberse trasladado instantánea e inexplicablemente de un punto a otro de la geografía del planeta, ignorando cómo o por quién fueron arrebatados. En cualquier caso mi espontánea decisión de citar el «caso Ágreda» en mi trabajo para Año Cero perseguía un buen fin: dotar de contexto histórico un fenómeno frecuentemente considerado sólo desde una óptica contemporánea e ignorando sus profundas raíces ancladas en la noche de los tiempos.

Pero al airear aquel equívoco texto, que reproduzco al principio de este trabajo, calculé mal los riesgos. Hice caso omiso de la acertada sentencia del escritor y ensayista suizo Henri Frédéric Amiel que afirma que «un error es tan peligroso cuanto mayor es la cantidad de verdad que contiene», y –sin pretenderlo en absoluto– acabé envuelto en la verdadera, aunque increíble, historia de sor María Jesús de Ágreda.

Un oportuno «error»

Y me explico de nuevo. Tan sólo dos meses después de la publicación de mi desencaminada alusión a esta portentosa monja española, me embarqué en otra investigación bien distinta: la localización y análisis de copias en tela de la sábana santa de Turín que llegaron a España entre los siglos XVI y XVII. Esta vez se trataba de un trabajo que terminaría viendo la luz en las páginas de la revista Más Allá y que me obligaba, en suma, a «aparcar», quizá para siempre, las extrañas aventuras de la hermana Ágreda.

Pues bien, mientras deambulaba por la logroñesa Sierra de Cameros en compañía de Txema Carrasco –bilbaíno buen conocedor de aquellos abruptos pagos– buscando uno de aquellos curiosos lienzos, un impredecible error al interpretar el mapa de carreteras nos condujo, también «por equivocación», a las puertas de una villa soriana cuyo nombre me paralizó. Mi cuaderno de bitácora no puede ser más explícito al respecto: «14 de abril de 1991; 10,40 horas. Llegada a Ágreda».

Durante unos instantes permanecí absorto frente al letrero que nos advertía que entrábamos en el término municipal de Ágreda. Finalmente comprendí. El Destino –ése «guía» al que aludía líneas atrás– se había encaprichado en desviarme de mi ruta, colocándome frente a un sendero que, un par de meses antes, había pisado fortuitamente para mal citarlo en uno de mis escritos. No sabía el por qué de aquel oscuro movimiento, aunque –si he de ser completamente sincero– algo comencé intuir aquella fría mañana de abril. Al fin y al cabo, semejante golpe de «suerte» me iba a ayudar a interpretar la única «clave» para desenmarañar el caso de la monja bilocada que contenía mi información mexicana: su nombre… sor María Jesús ¡de Ágreda!

Se podía decir más alto, pero no más claro

Fue como si un torbellino sacudiera mis entrañas. En cuestión de segundos hilé los pocos retazos de la historia de sor María Jesús que poseía. Y, como si se hubiera accionado un extraño resorte dentro de mí, me lancé a comprobar lo que, hasta ese momento, era sólo una fugaz certeza: que el «apellido» de la monja no era tal, sino un sobrenombre que indicaba inequívocamente el lugar de origen de la religiosa. Txema y yo buscamos al sacerdote del pueblo, llamamos a las puertas de los templos que encontramos a nuestro paso, y escudriñamos con atención cada rincón de Ágreda que pudiera contener alguna evidencia de lo que buscábamos… pero un sonoro silencio contestó nuestros requerimientos. Las calles de Ágreda, como si quisieran ocultar algún secreto inconfesable, permanecieron desiertas durante aquellos primeros pasos de lo que se antojaba ya como una nueva investigación.

A pesar de nuestra entusiasta búsqueda, era evidente que algo no funcionaba. Repasé mentalmente la situación: Txema y yo habíamos llegado hasta allí sin proponérnoslo en absoluto, ya que –de hecho– aquella escala técnica no figuraba entre mis planes de investigación, ni había «nada» real que hacer allí. La elección, tras un paréntesis de tiempo prudente, no podía estar más clara: debíamos abandonar el pueblo y nuestro breve y espontáneo sondeo, no sin antes anotar –por si acaso– en mi cuaderno de campo aquella «simpática» sincronicidad.

Perfil de la verdadera Dama Azul

Sor María Jesús de Ágreda (1602-1665)
Hija de conversos, ingresa a los 16 años como monja concepcionista franciscana. Con ella ingresaron su hermana menor Jerónima y su madre Catalina, que tuvo varios episodios místicos de interés. A los 25 años, con dispensa del Papa, es nombrada abadesa. El 10 de julio de 1633 inauguraría el convento que hoy acoge sus restos incorruptos. Fue a raíz de una visita del rey Felipe IV a su clausura, el 10 de julio de 1643, que sor María estrenó una nutrida correspondencia con el monarca que se extendería hasta el año de la muerte de ambos, en 1665. El estudio de esas cartas la reveló como una de las grandes mujeres escritoras del Siglo de Oro español. Su causa de beatificación está abierta desde 1668, aunque ha atravesado serias dificultades que han impedido que la «Dama Azul» esté aún en los altares.

Dicho y hecho. Tras consultar rápidamente el mapa de carreteras, enfilamos nuestros pasos hacia La Cuesta, un pequeñísimo enclave soriano donde la tradición afirmaba que había ido a parar una copia de la Síndone de Turín fechada en 1654. Al fin y al cabo esa «pista» sí figuraba entre los objetivos de mi viaje. Así que, deambulando por algunas de las más estrechas calles del pueblo en busca de una rápida salida, acabamos desembocando finalmente a una angosta calzada que más tarde averiguamos conducía a Vozmediano. A simple vista supimos que esa no era la carretera nacional que buscábamos, así que decidimos detenernos a un lado del camino para echar un nuevo vistazo al mapa. Algo, en ese preciso momento, captó nuestra atención. A la izquierda de nuestra ruta, al otro lado de la estrecha lengua de asfalto que conduce a Vozmediano, se erigía un macizo edificio de piedra flanqueado por la estatua de una monja.

–¿Y sí…?
No tuve tiempo de acabar la frase. Txema interrumpió mi comentario, haciéndome una sorprendente y tardía aclaración:
–He olvidado decirte algo –murmuró–. Quizá no tenga nada que ver con «tu» monja, pero hace ya tiempo que había oído hablar que en este pueblo se conserva el cuerpo de una monja incorrupta, y no me extrañaría nada que fuera aquí donde la conservaran…
–¿Cómo dices? –le respondí en seco.
–Lo que oyes. No estoy del todo seguro, pero podríamos entrar y preguntar. Parece un convento.

Txema no se equivocaba. Aquel edificio tenía todo el aspecto de un convento de clausura. Sus rejas, su iglesia anexa al costado izquierdo del mismo y su inquebrantable serenidad lo decían todo. Con incredulidad nos acercamos a la que parecía ser la puerta de acceso, inclinándonos suavemente para leer lo que rezaba el pie de la estatua: «A la venerable Madre Ágreda, con santo orgullo. Sus paisanos». Aquello –para qué decirlo– me turbó. ¿A qué Madre Ágreda se refería aquella escueta dedicatoria? ¿A la misma que estaba buscando? ¿O tal vez a la monja incorrupta de la que me había hablado Txema? Previniendo las posibles consecuencias, tomé buena nota de la inscripción, para –segundos después– entrar en el interior de lo que, efectivamente, era un convento de clausura.

Primeros pasos de una larga investigación

–Ave María Purísima –susurró una voz detrás del torno de madera.
–Sin pecado concebida –respondí mecánicamente–. Hermana, nos hemos desviado de nuestro camino sin quererlo, y de repente, al ver el nombre del pueblo, nos hemos preguntado si aquí vivió hace tres siglos una monja llamada sor María Jesús de Ágreda… ¿La conoce por casualidad?
–¡Cómo no la vamos a conocer! –exclamó la voz tras el torno– ¡Si es nuestra fundadora!.

Con un guiño de complicidad, Txema y yo nos miramos satisfechos. El etéreo «guía» de aquel viaje había vuelto a hacer diana. Y así, sólo un par de minutos más tarde estábamos frente a las rejas de uno de los locutorios del convento, hablando distendidamente con sor María Margarita y sor Ana María, dos de las hermanas de la modesta comunidad de monjas carmelitas que viven tras aquellos macizos muros de piedra. Como si nos hubieran estado esperando, sin prácticamente ningún preámbulo, ambas accedieron gustosas a aclarar algunas de nuestras dudas más acuciantes.

–Sí, sí. En la iglesia tenemos expuesto el cuerpo incorrupto de sor María de Jesús, a la que llamamos la Venerable –nos explica sor María Margarita visiblemente motivada por nuestro interés–. Antes la teníamos en la tribuna de la iglesia, donde tenemos un museo sobre ella, pero desde 1989 se encuentra dentro del templo, para que todo el mundo pueda contemplarla.
–¿Y los milagros que se le atribuyen son los de…? –pregunto un tanto suspicaz por aquella cadena de «casualidades».
–Sí, sí, de bilocación –insiste de nuevo mi simpática confidente–. Si les parece, podemos leerles unos párrafos de una obra donde se encuentra resumida la vida de la Venerable, y en donde se describe todo este prodigio… Siéntense, siéntense.
–Deben saber –interrumpe sor Ana María– que toda la obsesión de la nuestra venerable sor María Jesús era la salvación de las almas. Sabía de la falta de misioneros que había en su época en América y nuestra hermana tenía muchos deseos de poder evangelizar en aquellas tierras. Pero claro, ella era una monja de clausura…

Aquellas tempranas aclaraciones terminaron por desconcertarme definitivamente. Aún así, las más de dos horas que Txema y yo permanecimos en el locutorio enrejado de aquella estricta clausura agredana despejaron buena parte de nuestras suposiciones originales. Confirmaron de una vez por todas no sólo que sor María Jesús de Ágreda, la polémica monja con dotes de bilocación, vivió en la localidad soriana del mismo nombre, sino que su cuerpo se conservaba todavía incorrupto en aquel mismo monasterio. Pero, como pronto descubrí tras una larga serie de nuevos viajes a aquel remoto enclave castellano, las primeras aclaraciones de sor María Margarita y sor Ana María dibujaban sólo la punta de un vasto, misterioso y sorprendente iceberg. Un iceberg que, dicho sea de paso, merecía la pena ser examinado minuciosamente.

Pero he de confesar algo. Tras haber recorrido buena parte de España, de estados norteamericanos como Arizona, Texas y Nuevo México, en busca de evidencias incontrovertibles de este caso, y tras haber consultado durante todos estos años numerosos archivos (privados y públicos) y bebido de fuentes cristianas y heterodoxas para documentar el ensayo que ahora presento, sigo sin explicarme la más sencilla de mis dudas: ¿Por qué aquel 14 de abril mis pasos se detuvieron en Ágreda? ¿Qué extraños hilos se movieron para que mi ruta se desviara de semejante forma, y acabara frente a la entrada de este pueblo soriano? Y además, ¿quién desvió de nuevo mi camino cuando finalmente mi compañero de viaje y yo decidimos abandonar Ágreda al no haber encontrado nadie que nos hablara de sor María Jesús, guiándonos hasta la mismísima puerta del convento donde esta mujer vivió cuarenta y siete años en rigurosa clausura?

No me siento todavía con fuerzas para responder a esas comprometedoras cuestiones, aunque de soberbio pecaría si no reconociese que a semejante cadena de causalidades le debo hoy los resultados obtenidos durante la amplia y apasionante investigación que presenté en La dama azul.