Catedrales Estelares del Temple

Templarios: los caballeros del secreto

Non nobis, domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam
(No nos glorifiques a nosotros, señor, no a nosotros sino a tu nombre).
Lema del Temple

El auge y caída de los caballeros del Temple, la más poderosa orden monástico-guerrera de la Edad Media, suscita en nuestros días un interés sólo comparable al que muchos profesan al Antiguo Egipto. La publicación de la novela de Javier Sierra, «Las puertas templarias«, es el exponente más reciente de algo que aventura ser mucho más que una moda pasajera. Él mismo, tras varios años de investigación, explica las claves de esta fascinación por lo templario.

¿Novela? ¿Ensayo dramatizado?… ¿O quizás algo más?

Desde la publicación de mi libro, «Las puertas templarias« (Martínez Roca, 2000), esas tres han sido las preguntas que más frecuentemente me han hecho llegar mis lectores. Y supongo que por un buen motivo: las 253 páginas de esta obra, además de recoger una trama casi policíaca que implica a los nueve caballeros fundadores de la Orden del Temple, a San Bernardo de Claraval, y a un moderno astrofísico que se ve mezclado en un enigma que empezó ocho siglos atrás, trata de desvelar el «secreto» que convirtió a una modestísima orden de caballería medieval en la más poderosa organización de su tiempo.

Pero será mejor que empiece por el principio.
Nuestra historia se perfila en 1118. Jerusalén está ya en manos cristianas, y dos órdenes militares de reciente creación –los Hospitalarios (1110) y los Teutónicos (1112)– se encargan eficientemente de proteger los Santos Lugares de cualquier intento de recuperación por parte de los árabes. Pues bien, justo por aquel entonces el conde Hugo de Champaña, uno de los hombres más influyentes de Francia, poseedor de más tierras y siervos que el propio Rey, recluta a nueve hombres de su absoluta confianza para cumplir una extraña misión. El conde tiene 41 años, ha viajado en varias ocasiones a Tierra Santa participando en la Cruzada que conquistó esos territorios en 1099, y muestra un especial interés en que sus caballeros se establezcan en la Jerusalén cristiana. El entonces rey de la Ciudad Santa, Balduino II, les cederá sin demasiadas contemplaciones la plaza más importante del burgo: el recinto de la Cúpula de la Roca.

Los musulmanes habían edificado en aquel solar una suntuosa mezquita, levantándola justo sobre el emplazamiento donde un día estuvo el sancta sanctórum del Templo de Salomón, y bajo la cual dejaron al descubierto una gran roca que la tradición asegura que había sido el lugar en el que Abraham, siguiendo órdenes de Dios, había querido sacrificar a su hijo Isaac.

Pero aquella roca significaba mucho más.
Para los árabes, justo sobre aquel suelo de piedra había descendido una «escala divina» por la que el profeta Mahoma había logrado ascender en cuerpo y alma a los cielos. Fue aquel un viaje santo en el que dicen que el profeta comprendió la estructura de la creación por gracia del propio Alá, convirtiendo la ciudad en el tercer lugar santo del Islam después de La Meca y Medina. El relato, idéntico en muchos aspectos al que la Biblia atribuyó siglos antes a Jacob –que también contempló otra de esas «escaleras al cielo» camino de Harrán (Génesis, 28)–, debió excitar la imaginación de los cruzados. Si aquella roca era lo que decían los infieles que era, allí debía esconderse una especie de «mecanismo» capaz de conectar cielo y tierra. Una especie de «ascensor» sobrenatural al reino de Dios.

Fuera o no por esa razón, lo cierto es que los templarios se asentaron en la Roca –Haram es-Sharif la llaman los árabes– entre 1118 y 1128. Su misión: proteger el lugar y las rutas de los peregrinos que quisieran alcanzarla como meta espiritual. Paradójicamente, pese a su condición de caballeros, durante esos diez años de reclusión en la ciudad los hombres del conde Hugo no libraron ni una sola batalla. Sus espadas no se unieron a las fuerzas de ocupación cristiana de Jerusalén para luchar en los frentes abiertos de Antioquía a Tiberiades, ni tampoco se preocuparon por reclutar a nuevos caballeros para su causa. Por el contrario, todo parece indicar que se concentraron únicamente en la excavación y desescombrado sistemático de los establos del antiguo Templo de Salomón, descubriendo unas gigantescas bóvedas subterráneas, demasiado grandes para albergar a unos pocos hombres y su séquito. Un cruzado alemán llamado Juan de Wurtzburgo, dijo que aquellos sótanos «eran tan grandes y maravillosos que podía albergarse en ellos más de mil camellos y mil quinientos caballos». Y la duda, naturalmente, no tardó en saltar: ¿buscaban algo en particular aquellos hombres? ¿»Algo» quizá relacionado con la intensa historia de aquel pedazo de tierra?

El objeto sagrado

Muchos estudiosos de este periodo histórico, como Louis Charpentier, Robert Ambelain o más recientemente Michel Lamy, sostienen que durante aquellos trabajos los templarios pudieron dar con alguna reliquia o quizás con documentos históricos importantes que les hicieron tremendamente fuertes a ojos del Papa y las monarquías de su época. Pero en 1945 surgió una nueva «pista»: ese año se descubrieron en Qumrán, junto al Mar Muerto, en Israel, algunos manuscritos antiguos de la época de Jesús. Uno de ellos, el llamado Rollo del Cobre, describía un fabuloso tesoro formado por la «vajilla sagrada» de Salomón, que debía estar enterrado en el subsuelo de aquel lugar desde el siglo IX a.C. ¿Buscaron los templarios ese tesoro?

Si hemos de creer en lo que dice la Biblia, el ajuar del Templo debió ser fabuloso: un altar de perfumes de oro macizo, una mesa para los panes de la proposición de cedro y oro, copas, braseros y lámparas de metales nobles adornaban una estancia en la que se guardaba el tesoro de los tesoros, «el Santo de los Santos»: el Arca de la Alianza. Si descubrieron el depósito que cita el Rollo del Cobre o no, es probable que nunca lo sepamos, pero lo cierto es que en 1125 el mentor de aquella expedición de los primeros templarios, el conde Hugo, abandonó familia y posesiones en Francia y se apresuró a unirse a sus caballeros. ¿Para qué? Su precipitada salida de Troyes demuestra, sin duda, que el noble recibió noticias de algún descubrimiento fundamental que requería de toda su atención…

Ahí justo empieza mi novela. Pero ahí también se inicia la trama de un enigma histórico de tremendas implicaciones.

Y es que, fuera lo que fuese lo que hallaron los templarios y mostraron a su Señor, tres años después, al regreso de la campaña de Jerusalén, le sigue la fulgurante ascensión de esta organización. Se convoca un concilio –el de Troyes– sólo para respaldar a la nueva milicia del conde Hugo; San Bernardo, en 1130, redacta los «estatutos» de la organización, y en 1139, en un tiempo récord, el papa Inocencio III concedía a los templarios unos privilegios exorbitantes para la época, haciéndoles independientes hasta de la propia Iglesia, y obligándoles tan solo a rendir cuentas al pontífice en persona.

La clave está en la literatura

A partir de ahí, todo lo relacionado con el Temple se convierte casi en leyenda. Ningún documento histórico da fe de qué pudo convertir un grupo de nueve expedicionarios en toda una fuerza militar, religiosa y política de la época, y los historiadores, casi a la fuerza, se han visto obligados a desembarcar en la literatura de aquel periodo para buscar respuestas. Veamos: en los albores del siglo XIII un poeta y caballero teutónico llamado Wolfram von Eschembach escribe un abigarrado texto –titulado «Parsifal» (Ed. Siruela)– en el que afirma que los templarios son los custodios del Grial. Pocos años antes, en otro texto escrito por un poeta de la región gobernada por el conde Hugo, cierto Chretien de Troyes, mencionó esa reliquia por primera vez, describiéndola no como la copa utilizada por Jesús durante la Última Cena, sino como una especie de bandeja o losa sagrada.

¿Habían descubierto los templarios el Grial? ¿Y qué era ese Grial del que nadie se había preocupado hasta ese momento?

Grial o Arca

Aunque tradicionalmente se crea que el Grial fue la copa empleada por Jesús antes de ser sacrificado, o incluso el recipiente empleado por José de Arimatea para recoger la sangre del Mesías en la cruz, este objeto no se cita específicamente en ningún pasaje de la Biblia y no comenzará a hablarse de él hasta bien entrado el siglo XII. Graham Hancock, un escritor experto en enigmas históricos, avanzó en 1993 la hipótesis de que aquellas primeras alusiones al Grial de De Troyes y Von Eschembach escondían en realidad una clara referencia al Arca de la Alianza. Según explicó Hancock en su ensayo «Símbolo y Señal» (Ed. Planeta), el hecho de que ambos poetas se refirieran al Grial como una «losa» podría estar haciendo alusión al contenido sagrado del Arca: las Tablas de la Ley. Hancock, además, encontró abundantes referencias iconográficas al Arca de la Alianza en las primeras catedrales góticas construidas en los alrededores del Condado de Champaña a partir del siglo XII. Capiteles, estatuas y vidrieras de Chartres, Amiens, París o Reims aludían al Arca y a su salida del Templo de Salomón, como si los constructores de estos templos supieran a dónde fue a parar tan codiciada reliquia.

Los constructores góticos

¿Pero quiénes fueron esos constructores? Increíblemente, tampoco sabemos demasiado de ellos. Surgen en las tierras del conde Hugo poco después del regreso de los primeros templarios de Jerusalén y manejan técnicas de construcción inusitadas para un tiempo en que la arquitectura se reducía al tosco y monolítico arte románico. Aún así, después del año 1000 Europa vivirá un fervor constructivo sin precedentes: en apenas trescientos años –entre 1000 y 1300– se levantaron «todas las catedrales, monasterios e iglesias mínimamente importantes que hay en Francia», dice Louis Charpentier en su obra «Los misterios templarios» (Ed. Apóstrofe). Los números sobrecogen: son 1.108 las abadías construidas a partir de 950, a las que en el siglo siguiente se sumarán 326, y otras 702 durante la centuria posterior.

Esta última expansión coincide, curiosamente, con algunos de los privilegios que se conceden a la Orden, cuando una bula papal de 1163 conocida como Omne Datum Optimun, otorga a los templarios la capacidad de conservar íntegros los botines capturados a los sarracenos, les exime de pagar el diezmo por sus propiedades aunque podrán recibirlo de otros, les facilita tener sus propios capellanes –impidiendo que nadie externo a la Orden controlara sus movimientos– y les permite incluso construir sus propias capillas e iglesias. De hecho, no en vano algunos historiadores creen que tras la financiación y diseño de las primeras catedrales góticas se encontraban los templarios. Sólo así se explica la aparición de una técnica constructiva con elementos tan innovadores –a la vez que arabizados– como el arco ojival, o la inclusión de complejos cálculos matemáticos y físicos en la ejecución de unas obras en piedra que parecían desafiar a la gravedad.

Pero, de ser cosa de los templarios, ¿de dónde obtuvieron los conocimientos necesarios para ese nuevo modelo de arquitectura?

Más que una novela

Ahí justo es donde entra la investigación histórica que realicé para la redacción de «Las puertas templarias«. Mi hipótesis es que, si los templarios accedieron a la reliquia del Arca y a su contenido, fue en ésta donde descubrieron la información necesaria para acometer esa empresa.

No es mi intención desvelar demasiado la trama implícita en mi novela «de investigación» –así me gusta llamarla–, pero ya aventuro que las Tablas de la Ley no son las primeras piedras inscritas que entrega una antigua divinidad a los humanos. Mucho antes de que Moisés recibiera en el Sinaí tan valioso documento, el dios de la sabiduría egipcio Toth entregó a los hombres unos textos –las «tablas esmeralda»– en los que se contenían «todos los secretos del cielo y la tierra». Imhotep, el arquitecto que construyó la primera pirámide durante el reinado del faraón Zoser de la III Dinastía, recibió los planos de su edificio en una de esas tablas. Es más, la idea de las mismas se helenizó con la llegada de los faraones ptolemáicos al país del Nilo, convirtiendo a Toth en Hermes Trismegisto, y acuñando el mito del saber inscrito en piedra de forma tan profunda que hasta el Renacimiento llegarán los buscadores de esas «tablas esmeralda».

No es, por tanto, demasiado osado establecer una relación entre las piedras de Toth y las tablas de Moisés, sobre todo si pensamos que éste último, si hemos de creer lo que dice la Biblia, fue príncipe de Egipto. Además, de esa forma se explicarían las conexiones arquitectónicas, de proporciones matemáticas y hasta de distribución que existen entre algunos templos del Antiguo Egipto y las catedrales de los templarios.

Tanto en el tímpano principal de la basílica de la Magdalena de Vézelay (s. XII) como en el «Libro de los Muertos» egipcio redactado hacia el 1500 a.C. se contiene una escena idéntica: un ángel –o un dios– pesa el alma del difunto y valora si merece la vida eterna o la condena a ser devorado por un monstruo. ¿Cómo es posible semejante coincidencia iconográfica?

Es cierto que mi investigación en este terreno, en la que he invertido los últimos tres años y más de doscientos mil kilómetros por Europa y norte de África, no ha hecho más que empezar. Sin embargo ya ha arrojado sus primeros resultados. La existencia de un «saber religioso» nacido en Egipto y adoptado por los constructores de catedrales se demuestra en los paralelismos existentes entre ciertas imágenes del «Libro de los Muertos» y la estatuaria de los tímpanos de algunos de estos recintos cristianos. En Vézelay o en la catedral de Notre Dame de París, pueden verse en sus tímpanos principales una escena del llamado «Juicio Final» en la que un ángel pesa el alma de los difuntos y decide si condenarlos a ser engullidos por un monstruo con cabeza de cocodrilo o enviarlos al descanso eterno. Pues bien, el «Libro de los Muertos» egipcio –un texto de más de 5.000 años de antigüedad– describe cómo el dios Anubis pesa el alma del faraón en una balanza y decide si salvarlo o condenarlo a ser devorado por una criatura con cabeza de cocodrilo y cuerpo de león. ¿Casualidad? ¿Una improbable coincidencia de conceptos barajada por artistas de tiempos y estilos bien distantes? ¿O tal vez fruto de una transmisión de conocimiento del que los templarios fueron sus últimos depositarios?

Yo, desde luego, me inclino por esto último. ¿Y usted?