La Fe Secreta de Leonardo da Vinci

La publicación a finales de 2004 de la novela de Javier Sierra, La cena secreta, ha reabierto en varios países el viejo debate sobre las creencias religiosas de Leonardo da Vinci. ¿Fue un buen cristiano? ¿O acaso, como sospechan algunos historiadores, militó en ciertas herejías de su tiempo? El análisis que Javier Sierra ofrece de la obra magna de Leonardo, La Última Cena, podría ayudar a despejar definitivamente ese enigma.

La historia lo juzgará, sin duda. Pero si algún mérito extraliterario le concederá al bestseller de Dan Brown, El código Da Vinci, será el de haber despertado en todo el mundo el interés por los flancos oscuros de la figura del maestro Leonardo. Antes que Brown, muy pocos autores se habían aventurado por esa senda y eran aún menos los que habían aplicado sus sospechas a la mayor de sus obras: La Última Cena.

Este mural de casi nueve metros de largo por cinco de alto, suscitó a finales de la pasada década de los noventa uno de los análisis más curiosos de la historia del arte.

Se publicó en un ensayo de Lynn Picknett y Clive Prince titulado La revelación de los templarios, del que Dan Brown tomó las escasas ideas que sobre La Cena incluyó en su novela. En La revelación de los templarios, sus autores subrayaban algunas anomalías desconcertantes. Afirmaban, por ejemplo, que era muy extraño que en una representación de la cena pascual de Cristo no figurara por ninguna parte el Santo Grial.

Credos fundamentales de los cátaros

Los cátaros fueron uno de los movimientos cristianos heterodoxos más extendidos de la Edad Media. Nacieron en el sur de Francia, en tierras del Languedoc, alcanzando su máxima expansión en el siglo XII, al tiempo que florecían los trovadores, la leyenda del Grial y hasta los primeros naipes del Tarot. Sus credos fundamentales se asentaban en la idea de un Dios dual, negativo y positivo a la vez, que sostiene toda la creación. Creían en la vida de ultratumba pero aceptaban la reencarnación. No obstante, su idea más controvertida era la de que el mundo sensible, la Tierra, había sido creada por Satán y que fue este principio negativo el que llevó a la humanidad a pecar. Por eso –decían–, Dios mandó a Jesús entre nosotros: para redimirnos enseñándonos el camino del Amor. Sin embargo, a diferencia de los católicos, no creían que hubiera que cumplir ningún precepto específico. Bastaba con amar.

Esas ideas pronto les valieron el sobrenombre de katharos, del griego “hombres puros”, y alertaron a hombres como Santo Domingo de Guzmán. La Inquisición se creó específicamente para erradicarlos. Los cátaros se consideraban los herederos de la auténtica tradición apostólica, y los de mayor jerarquía practicaban un celibato estricto, eran vegetarianos y sólo admitían un sacramento: el consolamentum. Una suerte de imposición de manos unida a la confesión pública de los pecados, que depuraba el alma del buen creyente. Su oración era el Padrenuestro. No rezaban ninguna otra. Y abominaban de la cruz tradicional como símbolo de su fe. A fin de cuentas, la veían como el instrumento de tortura en el que Jesús entregó su vida.Resulta muy curiosa la coincidencia de estos preceptos con Leonardo da Vinci. Pese a que vivió tres siglos después de la erradicación formal del catarismo en 1244, muchos de sus adeptos se refugiaron en Italia, donde pudieron haber establecido contacto con el artista. Leonardo fue vegetariano, en su época adulta jamás se le reconoció pareja sexual, nunca pintó una crucifixión, y cuando se embarcó en la elaboración de La Última Cena, no pintó ni la hostia ni el cáliz sagrado que supuestamente instauró Jesús como eucaristía… ¿Profesó una versión tardía de catarismo?

“Pero no hay vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. Y concluían, con acierto, que “pintar la Última Cena sin una cantidad significativa de vino es como pintar el momento culminante de una coronación y omitir la corona.

En ese libro se reseñaban otras anomalías no menos notables. Leonardo, por ejemplo, había optado por pintar al apóstol Juan no apoyado en su pecho como dicen los Evangelios, sino apartándose de él y mostrándolo imberbe, con la cabeza inclinada en señal de sumisión y las manos cruzadas. Exactamente igual a como Leonardo acostumbraba a pintar a las mujeres en sus retratos. Dan Brown, atento, aprovechó bien ese dato, levantando un escándalo mundial al preguntarse qué hacía una mujer entre los apóstoles de La Última Cena.

Los hallazgos de Picknett y Prince guiaron, pues, a Brown para escribir su bestseller. Y es que, según aquéllos, esa mujer no podía ser otra que María Magdalena. Su impresión se reforzaba gracias a los pequeños detalles del lienzo: por ejemplo, el color azul del hábito de San Juan era también común en las Madonnas pintadas en los siglos XV y XVI. Además, el extraño espacio vacío que Leonardo había dejado entre Juan y Jesús presentaba forma de “V”, como el pubis femenino. ¿No eran esas pistas que apuntaban claramente a la presencia de una fémina en la mesa pascual de Jesús?

¿Y qué pensar de esa mano que sostiene un cuchillo, que no parece pertenecer a ningún apóstol, que nace a la espalda de Judas y que algunos han pretendido vincular a Pedro? ¿De quién es realmente? ¿Y qué quiere decirnos? “Estos detalles –afirmaban los autores de La revelación de los templariosdesaparecen por completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son demasiado extraordinarios y chocantes.”

Pero, ¿eran correctas las observaciones de Picknett y Prince? Teniendo en cuenta que La Última Cena de Leonardo ha sido objeto de toda clase de retoques y añadidos desde que terminara de ser pintada en 1497, había que extremar la cautela antes de dar ninguna observación por correcta. Y a eso me dediqué durante los tres años de trabajo que precedieron a la redacción de mi novela, La cena secreta.

Por ejemplo, Paul Vulliaud con su ensayo La pensée ésoterique de Léonard de Vinci (Dervy-Livres, Barcelona, 1981)se contaba entre los pocos que habían analizado desde una óptica hermética y de filosofía oculta el pensamiento del genio toscano, antes del “boom” de El código Da Vinci.

Anomalías o errores

Poco a poco, las ideas de Picknett y Prince, y hasta las de Brown, se irían matizando, descartando algunas de sus suposiciones, confirmando otras y abriendo paso a otras nuevas si cabe aún más reveladoras.

Veamos: Sólo tres años después de que Leonardo terminara de pintar el Cenacolo, unas inundaciones alcanzaron el muro septentrional del refectorio, hiriendo de muerte la escena. El 1652, pese a la fama de “imagen milagrosa” que ya tenía La Última Cena, se clavaron estandartes imperiales sobre ella. Y en 1796 las tropas napoleónicas utilizaron el refectorio como establo y almacén, deteriorando aún más si cabe el mural. En cuanto a las restauraciones, éstas también comenzaron al poco de terminarse la obra. La extraña técnica empleada por Leonardo –que pintó la postrera reunión de Jesús y los Doce a secco, en vez de al fresco, empleando materiales muy perecederos–, hizo que La Última Cena requiriera de auxilio muy pronto. A finales del siglo XVI, los comentarios de quienes admiraron la obra leonardiana hablaban de su estado ruinoso. Es más, casi desde su “estreno”, la obra fue rápidamente copiada por otros artistas tanto como admiración al esfuerzo del genio toscano, como por la preocupación de que se perdiera para siempre.

En el siglo XVIII se repintó dos veces. Y entre 1612 y 1977, no faltaron los intentos por devolver La Última Cena a su “antiguo esplendor” (sic), añadiéndole, borrándole o sustituyéndole algunos elementos por el camino.

Los nuevos enigmas del Cenacolo

Cuando en 1977 se acometió la postrera restauración de La Última Cena, los expertos se encontraron las heridas de los bombardeos de la II Guerra Mundial sobre el muro. En el verano de 1943 una bomba de dos mil kilos dejó por primera y única vez en quinientos años la pintura a la intemperie, y eso se cobró un alto precio en su conservación. Los trabajos para curar esos daños se prolongaron durante dos décadas, dando tiempo a la doctora Pinin Brambilla Barcilon a obtener un resultado excepcional: no sólo limpió el muro del Cenacolo, sino que rescató elementos oscurecidos por los siglos.

De repente, en 1997, se presentó una Última Cena “nueva”, con particularidades que habían pasado desapercibidas tanto a Picknett y Prince –que publicaron su ensayo ese mismo año–, como al propio Dan Brown. Esas particularidades, nunca tenidas antes en cuenta por los expertos, mostraban un Cenacolo aún más misterioso que el que ellos habían interpretado.

La primera sorpresa, por ejemplo, saltó con la mano “fuera de lugar” de Pedro. La restauración de la doctora Brambilla desveló el misterio de Picknett y Prince al aclarar esa zona de sombras y mostrar que, contra sus suposiciones, la mano con el cuchillo no pertenecía a un decimocuarto apóstol, sino indudablemente a San Pedro. Los bocetos de ese brazo, trazados por Leonardo y conservados en el castillo de Windsor, así lo demuestran.

Como también las copias más antiguas de La Última Cena: la de Tommaso Aleni de 1508, conservada en Cremona, o la de Antonio da Gessate de 1506, que sobrevivió hasta los bombardeos de Milán de 1943. Ahora bien, ¿qué quiso representar Leonardo con esa escena? ¿Por qué Pedro oculta a su espalda una daga, lanzándose amenazador sobre el cuello de Juan? ¿Cuál era el significado profundo de esa escena?

Es probable que Leonardo superara la censura de los dominicos, argumentando que la daga anunciaba el arrebato que Pedro tendría en el monte de los Olivos, durante el prendimiento de Jesús que siguió a la cena. Sin embargo, desde una perspectiva teológica ese argumento resulta pobre. Leonardo, sospechoso de herejía en su época, que “llegó a tener –según escribió en 1550 Giorgio Vasariunas concepciones tan heréticas que no se aproximaba a ninguna religión, pues tenía en mucha más estima el ser filósofo que cristiano, bien pudo haber querido reflejar algo más. En concreto, la lucha que en sus días se libraba entre los seguidores de Pedro (la Iglesia material, de Roma) y los de Juan (la Iglesia del espíritu, libre, que llevaban siglos predicando herejías como la cátara).

Javier Sierra, ¿“profeta” de sus propios libros?

Parece fruto de una meditada estrategia, pero no es así. Cada una de las novelas de Javier Sierra ha sido, de algún modo, anticipada en alguna parte de su obra precedente. ¿Lo hace a propósito? ¿Es un sutil juego con sus lectores? ¿O todo obedece a un puro azar? Veamos: El primer “anuncio profético” de un libro lo encontramos en Las puertas templarias (2000). En uno de sus párrafos, uno de sus protagonistas se maravillaba sobre la pasión egipcia de Bonaparte, “profetizando” El secreto egipcio de Napoleón que publicaría dos años después.

Leemos:

-¿Cómo? ¿Tampoco se fijó? La Voie Triomphale que pasa por aquí delante atraviesa a su paso varios símbolos egipcios indiscutibles: pirámides, obeliscos, fuentes con esfinges… ¡Amuletos todos! Napoleón, obsesionado con Egipto después de su campaña militar, fue iniciado en la masonería y militó en una logia llamada, precisamente, del “Hermes egipcio”, a la que se afiliaron también su padre y su hermano José. ¿Se lo imagina? Napoleón quiso convertir su capital en un gigantesco talismán protector para su proyecto político. Lo que no sabía entonces es que otros antes que él y su logia, habían construido su propio amuleto siguiendo instrucciones herméticas llegadas desde Jerusalén y Egipto.
(Las puertas templarias, pág. 203-204)

¿No era eso, en efecto, un anuncio enmascarado de su siguiente novela, El secreto egipcio de Napoleón? Más llamativo aún es que dos párrafos antes, en la misma página 203 de Las puertas templarias, Javier nos daba una pista sobre la novela que publicaría cuatro años más tarde, en 2004: La Cena Secreta. Ya entonces citó a Marsilio Ficino, uno de los personajes secundarios clave de esa Cena:

-…Lo que usted ignora es que un ilustre antepasado de Catalina, el célebre comerciante florentino Cósimo de Médicis, adquirió un ejemplar del Corpus Herméticum, una versión parcial de los hoy perdidos Libros de Hermes, y lo mandó traducir al latín a Marsilio Ficino hacia 1460. De ahí, la familia conservó el secreto para la fabricación de talismanes y lo traspasó a hombres sabios como Nostradamus. Tras él los hubo que acuñaron talismanes pequeños como el de Catalina, y gigantescos, como París.

¿Juega el autor con sus lectores, escondiendo en sus novelas las líneas maestras que configurarán sus próximas tramas? ¿O todo eso es fruto de la casualidad? ¿Puede pensarse en casualidad, cuando al leer la página 215 de El secreto egipcio de Napoleón, publicada en el año 2002, encontramos este “anuncio” de La Cena Secreta, publicada en 2004?:

-¿La verdadera fe de los egipcios? ¿Y qué diablos es eso?

-¿El conde no le habló de ella? ¡Qué extraño! ¿Y tampoco le confesó su obsesión por Marcilio Ficino?

-Jamás oí hablar de él, madame. ¿Quién es?

-Oh, mi ignorante general –rió–. Ficino nació en Italia en la misma época que Flamel, y según nos explicó el conde, trabajó a las órdenes del mecenas Cosimo de Médicis, siendo el responsable de reunir a todos los humanistas de la época bajo un mismo techo. ¡Aquella academia improvisada puso en marcha el Renacimiento, monsieur!

Bonaparte dio un respingo. Incrédulo, le costaba creer que aquella cocinera de aspecto desastrado hablara como si tal cosa de conceptos que, a la vista estaba, debían quedarle grandes.

-Y dígame, madame Nerval, ¿qué tiene que ver el tal Ficino, con la restauración de la religión egipcia y con nuestro común amigo el conde de Saint-Germain?

-¡Mucho! Ficino tradujo importantes textos al latín de origen arcano. Elevó el gusto por lo egipcio entre sus semejantes, y se dio cuenta de la enorme influencia que ese pueblo tenía en nuestra historia y nuestra religión…
(El secreto egipcio de Napoleón. Pág. 215.)

Probablemente, Javier nunca aclarará este punto. Pero no deja de sorprender a sus lectores más atentos el extraño hilo conductor que conecta sus últimas creaciones literarias: Las puertas templarias, El secreto egipcio de Napoleón, y ahora La Cena Secreta.

¿Puede alguien adivinar qué será lo próximo que escriba Javier leyendo La Cena Secreta? Se abren las apuestas..

Leonardo, seguidor de Juan

Ciertos aspectos de la carrera de Leonardo hacen presumir que el artista estaba profundamente alineado con esa, llamémosla así, Iglesia de Juan. El indicio más elocuente se dio a conocer en 1483, cuando entregó a los franciscanos de Milán una tabla para su altar mayor que no se ajustaba en nada a lo que le habían encargado. En lugar de una escena que ensalzara la inmaculada concepción de la Virgen, Leonardo les presentó a María, el arcángel Uriel, Jesús y San Juan niños, reunidos en una cueva durante su huida a Egipto. La imagen, que no tiene relación alguna con los Evangelios canónicos, hizo que Leonardo y los franciscanos litigaran durante años, y terminó obligando al artista a reelaborar su obra con algunos elementos nuevos. Hoy son ésas las dos versiones de La Virgen de las Rocas que se conservan en el Louvre y la National Gallery respectivamente.

Pues bien, Leonardo fue acusado de inspirarse para su obra en el libro de un fraile hereje, Amadeo de Portugal, que en sus escritos describía a la Virgen no como madre de Cristo, sino como símbolo de la sabiduría. En su Apocalipsis Nova se elogia también la iglesia “del espíritu” de Juan, y se repudia la materialista de Pedro. Aquéllos eran los tiempos en los que el dominico Savonarola predicaba desde Florencia contra el papa Alejandro VI y acusaba al Vaticano de regodearse en sus riquezas. Quizá Leonardo formó parte de ese grupo de intelectuales que criticaba la institución de Pedro y por eso, en la primera versión de La Virgen de las Rocas, pintó a María sin halo de santidad, y a Uriel señalando a Juan con el dedo, marcando así quién de los dos niños era el realmente importante.

¿Dónde está el halo?

¡El halo! Elemento clave.
Su ausencia no sólo se deja notar en la primera versión de La Virgen de las Rocas, sino también en La Última Cena. La restauración de la doctora Brambilla no halló restos de él por ninguna parte. Gracias a ella sabemos que ninguna de las trece figuras del mural lo lució jamás. Leonardo, contraviniendo todas las normas de la época, no pintó un grupo de santos… sino una reunión de hombres de carne y hueso. Y tan obvia observación, también pasó desapercibida a Picknett y Prince.

Hay más: Dan Brown desestimó para su novela un elemento fundamental del Cenacolo. Leonardo da Vinci se autorretrató entre los discípulos. En efecto: se trata del segundo personaje empezando a contar por la derecha. De largas melenas y barbas blancas, encarna a Judas Tadeo y cruza sus brazos en aspa mientras conversa con el apóstol Simón. Pero lo realmente peculiar de ese retrato es que Da Vinci se incluye en la escena ¡dándole la espalda a Jesús! ¿Cómo debe entenderse ese nuevo símbolo? ¿Por qué el maestro pintor se alinea tan claramente en contra de la ortodoxia de su tiempo? ¿Y quiénes son, en realidad, los dos personajes que le rodean y que también dan la espalda a Cristo?

Escribí La cena secreta en parte para dar respuesta a esos interrogantes. Sin embargo, la investigación histórica en la que me sumergí antes de redactar esa novela, terminó conduciéndome a conclusiones que no esperaba.

Que Leonardo diseñó el Cenacolo contra lo religiosamente correcto en su época no sólo lo reflejaban la ausencia de cabezas nimbadas, el arma en manos de Pedro, y su propia actitud en la escena. También había que fijarse en otros detalles. Por ejemplo, en la comida. En la mesa de La Última Cena, Jesús no instaura la eucaristía, como era tradicional hasta ese momento. No hay ni rastro del Grial, ni de la hostia o el pan que repartirá. Según explicó Leonardo a los dominicos de Santa Maria, la acción de su mural remitía al capítulo 13 del evangelio de Juan, cuando Jesús anuncia que “en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará”. Esto se hace en medio del convite de la Pascua judía en el que la tradición obligaba a servir cordero en el banquete. Pues bien, la restauración de la doctora Brambilla descubrió que no era cordero lo que habían cenado esa noche los Doce, sino pescado, naranjas y un poco de vino. ¿Pescado? ¿Acaso quería remitirnos Leonardo al más antiguo símbolo cristiano que se conoce, ya en desuso en el siglo XV? ¿Y por qué?

El extraño final de Leonardo

Javier Sierra ante la tumba de Leonardo, en Amboise, Francia.

Leonardo da Vinci murió el 2 de mayo de 1519 en su casa de Clos Lucé, junto al castillo real de Amboise, en Francia. Sin embargo, no fue enterrado hasta tres meses y diez días más tarde, según un ceremonial que él mismo diseñó con cuidado. ¿Por qué quiso que no le sepultaran hasta el 12 de agosto de aquel año? Sus restos, sepultados en la pequeña iglesia de Saint Florentin, serían saqueados y destrozados por las tropas napoleónicas a principios del siglo XIX. Los pocos vestigios que se conservan de él fueron inhumados de nuevo en otra capilla, la de Saint Hubert, junto al mismo castillo de Amboise, donde hoy descansan casi olvidados por todo el mundo.

Leonardo, el misterioso

Tuve que buscar la respuesta a esos interrogantes en una dirección jamás propuesta por los historiadores del arte.

Da Vinci fue un personaje que jamás pasó desapercibido. Alto, fuerte, de largas cabelleras y complexión de gigante, siempre vestía de blanco y tenía unos hábitos bien extraños para su época. Nunca se le conoció pareja –ni masculina, ni femenina–, y tampoco se le vio comer carne. Sus manías como pintor eran no menos excéntricas: pese a que, con frecuencia, sus mejores mecenas eran religiosos, jamás pintó una crucifixión. Era como si abominara la cruz como símbolo religioso.

Lo cierto es que todas esas peculiaridades son difíciles de encontrar juntas en un solo individuo… salvo que fuera un cátaro. En efecto. Los bonhommes u hombres puros que los dominicos persiguieron con saña en el Languedoc, fueron supuestamente exterminados en Montségur en 1244. Sin embargo, hoy los historiadores admiten que numerosas familias cátaras fueron a refugiarse a la Lombardía, cerca de Milán, donde sus cultos sobrevivieron en paz hasta el siglo XV. ¿Fue ahí donde Leonardo trabó contacto con ellos? Sólo eso explicaría satisfactoriamente algunas de las veleidades artísticas del toscano: los cátaros creían que Jesús fue, ante todo, un hombre. Y como tal, lo retrató Leonardo en el Cenacolo. Abominaban del sexo, considerando todo lo relacionado con el cuerpo como algo satánico. Su dieta, vegetariana, excluía cuanto procediera del coito. Curiosamente, sólo salvaban el pescado: creían que los peces estaban exentos de la actividad sexual y permitían su ingesta. Y por si estas pistas fueran pocas, los cátaros sólo admitían un sacramento: el consolamentum. Llamaban así a una ceremonia en la que el aspirante a hombre puro se sometía a una suerte de imposición de manos del perfecto o guía de su comunidad. ¿Y no es eso, una imposición de manos, lo que en realidad parece estar haciendo Jesús en La Última Cena de Leonardo?

Cuando conseguí el permiso necesario en Milán para visitar el Cenacolo, lo comprendí todo. Su diseño está a una altura suficiente con respecto al suelo, como para permitir a una persona colocarse bajo la efigie del Mesías y recibir su “consuelo”. Nada de eucaristía. Para los cátaros, lo que aquella noche instauró Jesús fue un sacramento mucho más fuerte y revolucionario. Su secreto había sido guardado en el único lugar donde nadie lo buscaría: a la vista de todo el mundo. Fue –no lo dudo ya– el acertijo más ingenioso que jamás pergeñó el genio de Leonardo.