Javier Sierra publicó en 2002 su «novela de investigación» El secreto egipcio de Napoleón. En este texto él mismo nos desvela algunas de las claves documentales de su trabajo que, una vez más, abunda en un enigma histórico de gran alcance: ¿por qué Napoleón Bonaparte decidió pasar una noche entera en el interior de la Gran Pirámide? ¿Por qué siguió las huellas de Jesús hasta las puertas de la mismísima Nazaret? ¿Y por qué abandonó precipitadamente Egipto después de aquella intensa noche…?
¿Fue Napoleón iniciado en la Gran Pirámide?
Al amanecer del 13 de agosto de 1799, Napoleón Bonaparte, empapado en polvo y sudor, emergió de entre los bloques de la Gran Pirámide, cerca de El Cairo. Sus hombres debieron sentirse aliviados al verle, de nuevo, sano y salvo entre ellos.
El héroe corso –todo un mito ya para sus soldados– había decidido pasar sólo una noche en el vientre del más emblemático monumento faraónico, la única de las Siete Maravillas del mundo antiguo aún en pie, movido por un oscuro propósito. Un móvil que habría de quedar sepultado para siempre aquella mañana en la memoria de Bonaparte. Y es que, tras regresar pálido y desencajado de su aventura, el entonces aún prometedor general revolucionario jamás reveló qué fue a hacer entre aquellas piedras milenarias.
¿Qué sucedió allá dentro, durante las largas y oscuras horas que duró su encierro? «Aunque lo contara, no lo creeríais», fue lo único que respondió entonces. Y durante el resto de su vida, Bonaparte evitó volver sobre el asunto.
¿Por qué?
La aventura más extraña
Mi último libro, titulado con justicia El secreto egipcio de Napoleón , trata de resolver este enigma histórico. Durante meses, reuní toda la documentación existente sobre la poco conocida invasión napoleónica de Egipto, tratando de reconstruir un escenario plausible que explicara algunos de mis interrogantes: ¿por qué este prometedor y jovencísimo general francés –de apenas 29 años–, se embarcó en una operación militar contra Egipto? ¿Por qué una vez en el Delta del Nilo desplegó sus fuerzas y se lanzó a la conquista de Tierra Santa, como si tratara de emular a los antiguos cruzados? ¿Obedecía a alguna obsesión inconfesable su afán de dominar aquellas míticas regiones, de escaso interés estratégico en su época?
Y así, poco a poco, con la paciencia de uno de los antiguos escribas faraónicos, comencé a reunir las piezas de tan insondable misterio.
La gran epopeya de juventud de Napoleón había comenzado, en realidad, el 19 de mayo de 1798, en el puerto francés de Toulon. El Directorio posrevolucionario de París le había puesto al frente de una flota de 328 embarcaciones y más de treinta mil hombres, cuya misión fue considerada secreta hasta bien entradas las primeras semanas de navegación. Casi nadie abordo sabía cuál era el destino de aquella operación, aunque después de conquistar Malta y desposeerla de sus riquezas, los rumores se dispararon: el rumbo fijado era… ¡Egipto!
En efecto. Después de desembarcar en el Delta del Nilo el primero de julio de 1798, los acontecimientos se precipitaron. Sólo veinte días después, cerca de las célebres pirámides de Giza, los hombres de Napoleón tuvieron su primer enfrentamiento con los mamelucos que gobernaban entonces el país. Aliados de los británicos, los hombres de Murad Bey sumaban seis mil jinetes, doce mil fellahs y una multitud de tropas no regulares armadas con sables y lanzas. Sin embargo, su superioridad numérica –Napoleón había dividido ya a sus hombres en varios frentes–, se vendría abajo ante las tácticas de los franceses.
Tras su espectacular victoria, el corso puso rumbo a aquellas tres montañas de piedra que dominaban el paisaje, y ordenó a varios de sus hombres y sabios que las exploraran a fondo.
Aquella fue, que se sepa, la primera vez que un grupo tan abultado de europeos penetró en la Gran Pirámide. Curiosamente, no todos eran militares. En otra de sus decisiones sin precedentes, Bonaparte había embarcado en su flota a 167 sabios de las más variadas disciplinas, con el propósito de radiografiar Egipto de arriba abajo y arrancarle sus milenarios secretos. Pues bien: fue uno de aquellos científicos, un jovencísimo François Jomard, quien descubrió que las galerías de acceso al corazón de la Gran Pirámide eran empinadas, pequeñas y estaban prácticamente bloqueadas por excrementos de murciélago. Allá dentro apestaba, era difícil respirar y –para colmo de males– no parecía existir nada de valor. Los franceses alcanzaron la Gran Galería de la pirámide en busca de tesoros inexistentes y en su interior dispararon sus armas, sobrecogiéndose ante la resonancia del lugar.
En aquellos días de fuertes calores, los franceses despejaron también parte de la plataforma sobre la que hoy se levanta la Gran Pirámide, calcularon sus dimensiones originales y la escalaron. Jomard se quedó lívido al comprobar que los egipcios emplearon en su construcción medidas como el estadio, el codo o el pie, que eran fracciones exactas del tamaño de la Tierra . «Nos han transmitido el patrón exacto de la dimensión del globo terráqueo y la inapreciable noción de la invariabilidad del Polo» , escribió.
Pero, ¿conocían los antiguos arquitectos de aquellas moles las dimensiones de nuestro planeta? Ni que decir tiene que sus conclusiones levantaron agrias polémicas entre los sabios del grupo, sobre todo cuando Jomard planteó que la Cámara del Rey del monumento tal vez no sirvió nunca de tumba, sino de «patrón de medida» destinado a conservar algún remoto conocimiento matemático…
Napoleón, absorto por tantos descubrimientos, se entretuvo en cálculos más prácticos: con las piedras de la Gran Pirámide y de las dos grandes moles vecinas, podría construir un muro de tres metros de altura por casi uno de espesor, que rodeara toda Francia. Además, se maravilló por la precisa orientación de sus caras a los cuatro puntos cardinales. Los egipcios parecían conocerlo todo…
La experiencia mística
Desgraciadamente, apenas existen datos precisos sobre lo que hizo exactamente el general Bonaparte en aquellos remotos días en Giza. Los expertos que consulté entraban en frecuentes contradicciones y aportaban fechas equívocas para un hecho que –desde mi punto de vista– tuvo consecuencias trascendentales en la vida de Napoleón: su noche en el interior de la Gran Pirámide.
Según explica Peter Tompkins en su clásico Secretos de la Gran Pirámide, Bonaparte no entró en ese monumento hasta casi un año después de vencer a los mamelucos de Murad Bey. Fue el 12 de agosto de 1799, a su regreso de una breve campaña bélica por tierras de Siria y Palestina, cuando el general aceptó sumergirse en sus entrañas. «En un determinado momento –explica Tompkins –, Bonaparte quiso quedarse solo en la Cámara del Rey, como hiciera Alejandro Magno, según se decía, antes que él.»
Sin quererlo, Tompkins daba una clave preciosa para deshacer el enigma. En efecto, como el corso, otros grandes militares de la historia habían decidido pasar una noche entre aquellas piedras. Seducido por las leyendas locales –incomprobables, por otra parte– que sugerían que Julio César y Alejandro pasaron la prueba de pernoctar en la Gran Pirámide, Napoleón terminó con sus huesos dentro del monumento. Bob Brier, paleopatólogo y uno de los más prestigiosos egiptólogos de nuestros días, reduce el problema a que el corso «por lo visto, creía en las propiedades mágicas de la pirámide».
El propio Brier, en su ensayo Secretos del Antiguo Egipto mágico, aclara qué propiedades eran ésas. Según los Textos de las Pirámides, grabados sobre monumentos de la V Dinastía, apenas un siglo más modernos que la Gran Pirámide, esos monumentos eran una especie de «máquinas para la resurrección» de los faraones. Este proceso –dicen esos antiguos salmos religiosos– se componían de tres fases: la primera, el despertar del difunto en la pirámide; la segunda, su ascensión al más allá, atravesando los cielos, y la tercera, su ingreso en la cofradía de los dioses . ¿Buscaron, pues, César, Alejandro y Napoleón esa peculiar iniciación faraónica?
Sueños de masones
En el caso de este último, no es difícil afirmarlo. Cuando Bonaparte llegó a Egipto, había devorado ya toda clase de literatura de la época, en la que se mitificaba la sabiduría de los antiguos constructores de pirámides. Incluso había escrito algún que otro cuento de indudable tufillo oriental . El corso consultó, sin duda, la obra del abad Terrasson Sethos ou vire tirée des monuments et anecdotes de l’ancienne Egypte (1733), un bestseller de su tiempo en el que se imaginan las pruebas iniciáticas a las que el faraón Seti debió someterse en la Gran Pirámide. Lo curioso es que semejante creencia venía de muy antiguo, y aunque Terrasson la magnificó, reflejaba algo indudablemente real: que el interior de la Gran Pirámide había sido frecuentado por reyes posteriores a Keops, probablemente para participar en extraños ceremoniales.
Hoy sabemos que uno de los más famosos fue el llamado Hebsed, una fiesta en la que se creía que el faraón se rejuvenecía accediendo a los secretos de la vida eterna, y que se celebraba cada treinta años de reinado o cada vez que la salud del monarca flaqueaba. Casualmente, Napoleón, aquella noche del 12 de agosto, estaba a sólo tres días de cumplir esa edad. Mi duda es, pues, más que pertinente: ¿fue iniciado como los faraones cuando se acercaba su trigésimo cumpleaños?
Se trata de algo más que una especulación. No en vano, junto a Napoleón viajaron a Egipto un buen número de masones, algunos de los cuales eran destacados generales como Jean Baptiste Kléber o Joachin Murat. Gérard Galtier, el más concienzudo de los historiadores modernos de la francmasonería, señala que los franceses exportaron los ritos masónicos a Egipto durante la campaña napoleónica, especialmente del llamado Rito de Menfis . Él mismo cita un documento de puño y letra de uno de los Grandes Maestres de ese Rito, Solutore Zola, pariente del famoso escritor galo del mismo apellido, en el que afirma que Bonaparte y Kléber «recibieron la iniciación y la filiación del Rito de Menfis de un hombre de edad venerable, muy sabio en la doctrina y las costumbres, que se decía descendiente de los antiguos sabios de Egipto». Y añade: «La iniciación tuvo lugar en la pirámide de Keops y recibieron como única investidura un anillo».
Este documento, fechado en 1863 (seis décadas después de los hechos), no es, desde luego, probatorio. Pero aun cuando no puede afirmarse con seguridad que Napoleón fuera masón, sí es cierto que siempre estuvo rodeado de ellos. Su padre lo fue, su hermano mayor José –que llegó a ser rey de España– también, e incluso su esposa Josefina fue Gran Maestre de una logia femenina. A ese respecto, sabemos que fue iniciada en Estrasburgo en compañía de su marido de entonces, Alejandro de Beauharnais.
Visto así, no es extraño que a Napoleón se le señalara como militante de una misteriosa logia conocida como Hermes Egipcio, o que a muchos de los sabios que le acompañaron –como Monge, Norry, Saint-Hilaire y otros– se les acusara de pertenecer a la logia de los sophisiens, que anualmente se reunían en París para celebrar cierto «banquete egipcio» . Incluso en obras contemporáneas al corso, como las Mémoires historiques et secrets de l’impératrice Joséphine, publicada en 1820 por cierta señora Lenormand, se recoge una confesión de Bonaparte a su esposa: «He consumido mi vida entre movimientos continuos», dice, «que no me han dejado ni un solo minuto para cumplir mis deberes de iniciado a la secta de los egipcios» .
¿Puede caber ya alguna duda?
Ahora bien, en el caso de Napoleón, de lo que podemos estar completamente seguros es de que no sólo conocía los símbolos de la masonería egipcia, sino que se los trajo a casa, a la vuelta de su expedición. Autores como Robert Charroux o Jean-Michel Angebert describen, por ejemplo, un amuleto egipcio que Bonaparte recibió de una cofradía de sacerdotes egipcios y que le protegió de todo mal hasta que lo extravió en Rusia. Al parecer, aquel collar-pantáculo pasó de Rusia a Niza en 1947, y en 1956 acabó en manos del general israelí Moshe Dayan que, a su muerte, lo legó al Israel Museum de Jerusalén.
La nueva Tebas
Aquello no fue lo único que el corso se trajo de Egipto. Ya en tiempos de Napoleón, para muchos era evidente que la antigua París había sido una ciudad consagrada a la diosa Isis. El historiador lituano Jurgis Baltrusaitis consiguió reunir documentación que demostraba que el cambio de nombre de Lutecia a París obedecía a que la ciudad fue consagrada a esa diosa egipcia, como demuestra su designación actual: Par-Isis (el trono de Isis) .
El corso, naturalmente, conocía esa historia. Como sabía también que el escudo de armas de la urbe, una barca sobre un río, guiada por una estrella de cinco puntas, era una clara alusión a la diosa. Para los antiguos egipcios, la estrella de cinco puntas era la representación de Sirio, y ésta, a su vez, el reflejo cósmico de la mismísima Isis. Sin embargo, cuando Napoleón regresó de su campaña faraónica y dio el golpe de estado que terminaría llevándole a dominar Europa, añadió dos detalles más al escudo: en un documento de 1811, adjunto a la llamada Carta de Napoleón de esa fecha, la barca luce en la en proa una estatua de Isis, y sobre ésta y la estrella ordenó grabar tres abejas. La abeja, para quien no lo sepa, era uno de los emblemas reales más apreciados por los antiguos faraones.
Aquí no caben especulaciones: Napoleón se trajo de Egipto sus símbolos más sagrados y los añadió al blasón de su capital. ¿Un tributo a aquella iniciación piramidal del verano de 1799? Es más que probable. Sólo así se explica que el corso, convertido ya en dueño y señor de Francia, nombre ministro de Bellas Artes a Vivant Denon, uno de los más destacados sabios de su expedición egipcia, que hará de París una especie de nueva Tebas.
Veamos: hasta 1806, seis de las quince nuevas fuentes de la ciudad fueron de inspiración egipcia, e incluso sus propios grabados, extraídos del libro de Denon, Voyage dans la Basse et la Haute-Égypte, servirán para ilustrar juegos de porcelanas y relieves de lugares ilustres. Napoleón convirtió su capital en un reflejo de Egipto, quiso instaurar una religión de inspiración faraónica que fracasó, y hasta su muerte soñó una y otra vez con ese país. ¿Qué fue lo que tanto le impresionó? ¿Acaso su hoy olvidada iniciación en la Gran Pirámide?
Yo así lo creo.